Ilustrado por Ameskeria |
Había una vez una gata. Muy maja, muy maca… les estoy hablando de mi gata. Ella vivía tranquila. Jugaba por las noches y dormía de día.
Teníamos rutinas diferentes. Cuando yo salía a trabajar ella dormía. Y cuando yo decidía irme a la cama ella empezaba su día.
Al ser una gata tranquila, yo la premiaba todos los días. Antes de irme a dormir, dejaba en el piso algunas aceitunas, eran sus preferidas, eran sus trofeos por ser una gata amiga.
La saludaba con un "hasta mañana" y me iba a la cama. De las seis horas aproximadas que yo dormía, mi gata repartía sus actividades, tenía una rutina. Las noches la alertaban, se despertaba, se potenciaba.
El primer cuarto de hora lo usaba para perseguir moscas, mosquitos y polillas. Durante la siguiente hora y media saltaba por los muebles de la casa. La silla de la cabecera de la mesa era la largada inicial de su recorrido. Y de la silla al sofá, y del sofá a la biblioteca, de la biblioteca al escritorio, del escritorio a la mesa, otra vez por la silla, ahora recorría a saltos la mesada, la heladera, alacenas, la cocina y retornaba a la silla. Medía los saltos, calculaba distancias, estiraba sus patas, con sus almohadillas amortiguadoras y caía con precisión en la siguiente superficie.
Luego usaba otra hora para bañarse. Siempre fue una gata muy limpia. La veterinaria la elogiaba en cada visita. Decía "que gatita mas pulcra" y yo orgullosa sonreía, aunque el mérito era sólo de ella. Su pecho blanco, siempre estaba blanco. Impoluto. Lamía su larga cola, sus intimidades, sus patas mullidas, la flacidez de su panza rosadita, su cara con nariz de corazón y sus orejas agudas y alertas.
Unos diez o quinces minutos los dedicaba a chupar bolsas de plástico. Para ella era un vicio. Como para algunos lo es fumar, o ir al bingo o comer chocolate. Lo que para el perro el hueso. Para el ratón el queso. Para la tortuga la lechuga. Para ella, chupar bolsas o cualquier superficie de polietileno. Ella disfrutaba la sensación de chocar su lengua rugosa contra la superficie del nylon.
Luego tomaba un poco de agua y buscaba un sitio para recostarse. Se acomodaba desparramada con las patas hacia arriba. El nylon la dejaba en éxtasis. Estado ideal para su siguiente actividad: ronronear. Debo contarles un secreto. El ronroneo de los gatos es como tararear para nosotros. Mi gata usaba esa parte de su día para cantar, y sus canciones preferidas eran de los Rolling Stones. Hasta llegó a re-bautizar un tema y le puso "Catisfaction". Ronroneaba feliz sus temas conocidos y con su cola marcaba el compás de la música.
Promediando la noche llegaba el momento de afilarse las uñas siempre en el mismo lugar, la funda de la guitarra, ese objeto estaba destinado a ese fin. Se afilaba, se preparaba y cuando notaba que estaba en condiciones comenzaba el juego. Primero tenía que subirse a la mesa e inspeccionar que cosas había y evaluar qué de todo lo que había servía para su juego. Por suerte siempre yo dejaba algo. Quizás un lápiz, o una goma de borrar, o una hebilla, una moneda, o un corcho del vino que se había tomado en la cena. Entonces poniendo curva su pata, y dándole toques como si fuese una jugadora de hockey, llevaba el objeto elegido y encontrado hasta la punta de la mesa. Daba el empuje certero. Veía, con su grandes ojos verdes y en la penumbra, como el objeto empezaba a deslizarse desde el borde y caía inevitablemente al abismo, hacia el piso en cámara lenta. En tiempo felino un parpadeo. El objeto aterrizaba en la superficie y ahí ya estaba ella lista para jugar por toda la casa. Toque tras toque, metiendo goles en muchos arcos, en las sillas, en el sofá, la mesa, el escritorio.
Finalmente llegaba el momento cumbre. Salía al balcón, se acomodaba como una esfinge, alzaba el cuello y miraba la luna al menos una hora seguida. Ese círculo blanco la hipnotizaba. Imaginaba cómo sería pisar la luna, cómo sería esa sensación, como sería la superficie. Por momentos trataba de pensar de qué manera o con que salto podía llegar hasta allá arriba. Hacía cálculos matemáticos, diseñaba estrategias, desafiaba con su imaginación los límites de ese balcón. Pero en cuanto aparecían los primeros claros de luz, se le caía el cansancio encima y entraba para dormir sobre el sillón que había sido de mi abuela. Ese era el lugar más reconfortante de la casa para ella. Perfecto para descansar después de toda su actividad nocturna. Daba vueltas sobre si, se acomodaba en forma de nudo y se dormía. Soñaba siempre las mismas cosas. Con una escalera infinita hecha de lápices, gomas, corchos y hebillas que la llevaba a la luna. Perseguía moscas, mosquitos y polillas. En su sueño la superficie lunar era de nylon, y ella corría feliz saltando y chupando la luna.
Un día llegué de trabajar, ella estaba acostada y cuando sintió las llaves abrió los ojos. Me acerque, la acaricie y la saludé como hacía siempre. Entonces nos miramos. Yo admiraba su vida. Quería que fuese mía por un día. Quería quedarme en casa y jugar por la noche y dormir de día. No ir a trabajar, no tomar el colectivo, ni salir a la vorágine de la ciudad. Nos miramos por un tiempo prolongado y ella entendió todo. De su boca salió un "Miau" e inmediatamente me transporte a su cuerpo. Acordamos que ella sería yo y yo ella. Ella iría a mi trabajo y yo me quedaría en la casa.
Entonces cuando el sol se escondió y la luna se posó en lo alto de la noche, ella dejó aceitunas en el piso y se fue a dormir a mi cama. Me sentía muy entusiasmada, hacía mucho que no me pasaba.
Intuitivamente comencé su rutina. Comí las aceitunas. Perseguí moscas, mosquitos y polillas. Salté por todos los muebles, llegué a lugares que nunca había podido estar por mi tamaño, contemple mi casa desde lo más alto, desde la vitrinas de las copas. Luego me bañé, higienice el cuerpo de mi gata. Lamí la cola, las partes íntimas, la panza, el pecho, la cara, las orejas. Fuí lo más flexible que podía llegar a imaginar. Ni siquiera cuando iba a yoga pude lograr esas cosas.
Chupé bolsas de plástico y comprendí la fascinación por ese hábito, por ese vicio. Tomé un poco de agua para bajar de ese delirio. Me acosté en el sofá patas para arriba y entonces me puse a ronronear canciones de los Rolling Stones. Empecé mi repertorio con "Catisfaction", seguí con "Angie" y "Wild Horses". Marqué con la cola cada compás, cada golpe, inflando el pecho y haciéndolo vibrar.
Afile las uñas en la funda de la guitarra y cuando me di cuenta que estaba lista, subí a la mesa para elegir qué objeto tiraría y usaría para jugar. Me pareció que el lápiz iba a ser la mejor opción. Lo acompañé con mi pata hasta el borde, lo tiré y contemple el impacto contra el suelo. Bajé inmediatamente y me puse a jugar.
Por último salí al balcón y debo reconocer que fue difícil lograr la pose de esfinge, traté de hacer mi mejor esfuerzo, no estuvo tan mal, supongo que debe ser cuestión de práctica. Cuando logré la posición, estiré mi cuello y contemplé la luna. Jamás la había visto con estos ojos. Quedé hipnotizada y no paraba de pensar en saltos y formas para poder llegar a ella.
Cuando el sol comenzó a desplazar a la luna, tuve sueño y me fuí al sillón de mi abuela. Di varias vueltas sobre mi propio eje, junte la cara con la cola, cerré los ojos y entré en un sueño profundo. Soñé con la luna, con su superficie de nylon, con una escalera infinita para llegar a ella. Me despertó el golpe de la puerta que se cerraba y seguí durmiendo. Cayó la tarde y mi gata con mi cuerpo no volvía. Se escondió el sol y nada. La luna se posó en lo alto del cielo y nada. Nadie puso aceitunas en el piso. Igualmente comencé a perseguir moscas, mosquitos y polillas. Salté por los muebles. Me bañé y lamí el cuerpo entero. Chupé bolsas. Ronronié canciones. Me afilé las uñas. Tiré de la mesa un corcho y jugué con eso. Salí al balcón y miré la luna. Tuve sueño. Me fui a dormir. Soñé con la luna. Comenzó la mañana, pero ella no volvía. De nuevo la tarde, ella no volvía. Se hizo de noche y nunca más volvió. Se fue conmigo, con mi cuerpo. Me dejó con ella, con su cuerpo. Ahora yo soy la gata muy maja, muy maca, yo soy mi propia gata.
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