"Alianza" bordado por Florula |
Hace cuarenta y cinco años que estoy con ella, en verdad puedo decir que con los dos. Porque si bien vivo en el dedo anular de ella, formo parte de la historia, del compromiso y del sello de ambos.
Cuantas cosas ví, escuché y compartí. Ella nunca me alejó de su mano. Aunque hubo momentos críticos, crisis, siempre me tuvo. Creo que su ingenuidad nunca le permitió pensar en ninguna otra posibilidad. Seguro nunca se le cruzó por su cabeza dejar a su amor. Su amor de toda la vida. Literalmente, porque lo conoció a los catorce años. Sus costumbres, sus enseñanzas, sus sueños, sólo hacen que tengan un único pensamiento: volar siempre juntos.
Mi compañero hace rato que se fue, un día él y ella discutieron. La familia se había agrandado y la casa quedaba chica. Él es cabeza dura, siempre hay un “No” que antecede cualquiera de sus frases. Antes de vender, comprar, regalar, piensa todas las posibilidades que tiene para poder conservar y guardar todo. No puede desprenderse de nada. El viejo calefón estuvo meses en el balcón después de que fue cambiado. El centro musical ganado en una rifa de fin de año, se quedó mucho tiempo después del final de sus días. Las herramientas de su padre, aunque están oxidadas y no sirven, están guardadas en un cajón. Eso sí, lo mejor conservado es el traje de compromiso, eso si no se regala, está intacto. Y menos mal, porque sirvió para salir de un apuro cuando uno de sus yernos no tenía nada que ponerse en una fiesta.
Volviendo al día aquel, cuando la partida de mi compañero era inminente, él se puso coloradísimo cuando ella mencionó vender el anillo. Siguió negado, no quería dar el brazo a torcer. Ella tenía muchos argumentos a favor. Hacía mucho que no lo usaba, primero porque un día trabajando, una de las máquinas enganchó el anillo y casi pierde el dedo. El susto hizo que la alianza vaya a parar al cajón. Pero también, el aumento de peso colaboró para que el anillo siga en el mismo lugar. Cada tarde cuando él llegaba del trabajo, bueno, que llega, porque es una costumbre que sigue en vigencia, no merienda, ni toma mate, sino que toma su querido vermuth, su “caramelito”, una extraña mezcla de Fernet, Cinzano, Terma y soda. Siempre acompañado de una “picadita” claro. Que ella siempre prepara, claro. Tanto embutido, se fue manifestando en la panza, en el cuello, en los brazos, en los dedos. Chau anillo en el dedo, no entraba, su estadía siguió siendo el cajón de la mesa de luz.
Pero esa noche, mientras los chicos dormían y ellos charlaban, me di cuenta que el chau iba a ser definitivo. Como siempre ella lo convenció. Sí, siempre lo convenció. Que la luna de miel sea en Córdoba propuso ella, él dijo “No”. Pero la foto en el cucú de Carlos Paz quedó hermosa. Vacaciones de invierno con los Gómez en Mendoza, él dijo “No”. Pero terminamos conociendo el Cañón del Atuel. Cambiemos la casa por un departamento más céntrico, él dijo “No”. Pero terminamos viviendo en el noveno piso.
Cuando entré al nuevo hogar me preguntaba en que había reencarnado mi compañero, en donde estaría. ¿En la pared? ¿En los muebles del living o en el juego de cama y mesas de luz del dormitorio? Nunca lo supe.
Estuve siempre, creo que soy más testigo que el mismísimo Dios. Estuve en la época de las vacaciones ideales en Necochea, cuando eran jóvenes, y tenían ganas de llevarse el mundo por delante, y se divertían, y proyectaban y disfrutaban a sus hijos y hasta soñaban con vivir en esa ciudad los trescientos sesenta y cinco días del año. En esa época, todo brillaba, todo lo podían.
Pero también estuve cuando las ganas se iban apagando, el sistema los iba derrotando. Vi como un día, él, con más de cincuenta décadas encima, decidió dejar todo. Todo lo construido durante más de treinta años, todo el trabajo, todo el esfuerzo. Sintió que la plata no importaba, pero si su salud y dignidad. Empezó de nuevo, de cero. De ser jefe y dueño, a ser empleado y pedir permiso. Y ella lo acompañó, sin dudarlo. Como desde los catorce. Incondicional, siempre enamorada.
Cuando los veo juntos, siento que siguen siendo esos adolescentes, que en los años sesenta se comprometieron, se casaron, que hicieron su casa, ahorrando centavo a centavo con cada peinado que hacía ella y con cada zapato que hacía él. Que se sorprendieron con la pronta llegada del primer hijo, que buscaron con amor a la segunda y que una noche de clericó les trajo la tercera.
Cuando los veo dándose un piquito, sigo viendo a los jóvenes que crecieron, que siempre siguieron adelante, a pesar de todo, volando juntos, siendo novios, siendo esposos, siendo padres y siendo abuelos.
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