jueves, 3 de marzo de 2016

De cómo cambió mi vida por un pelo en la chaqueta


Ilustrado por Char-Lee Mito


Otra vez estoy sentado, enroscado en mi mismo, en este taburete, el mismo taburete de siempre, en el mismo bar de la calle Hospital. Voy por mi tercera caña, aunque llevo aquí más de cuatro horas en la misma posición. Sino fuera por mi respiración, por el pestañeo de mis ojos, cada tanto el rebote en el aire de mi pie derecho o porque espaciadamente elevo el vaso a mi boca para beber, diría que estoy aquí inmóvil, como lo estoy en mi vida. Miro hacia la calle. Observo a la gente que entra y sale. Algunos me miran al pasar, otros ni se dan cuenta que estoy.

En la puerta del bar, hay un par de chicas, están siempre ahí. Fuman varios cigarillos por hora, los encienden, le dan una calada y enseguida los tiran al piso y lo aplastan con sus tacones bien altos. A veces entran al baño, el dueño se los permite. No sé de dónde son, hablan raro. Se pasan horas esperando conseguir algún cliente, si es turista, se hacen el día con un solo hombre cada una. Aunque eso no pasa seguido. Entrando la noche, si nadie se les acercó con una propuesta concreta (digo concreta porque estando ahí son muchos los que se acercan y le dicen palabras bonitas o guarradas), no importa de donde sea la persona, su cara o aspecto, importan los euros que tiene y los que ellas pueden llevarse a casa.

La mayoría de la gente que entra al bar lo hace para olvidarse de algo. Algo que fueron, que son o que saben que pueden llegar a ser. Dudo que las cosas, sobre todas las malas, se puedan olvidar. A lo sumo uno puede evadir la realidad por unas horas, fantasear con otra posible existencia. Lo digo porque empecé a venir aquí con ese objetivo: olvidar. Ya van varios años y aún no lo consigo.

Suena música latina, un ritmo execrable, lleno de palabras melosas e insinuaciones sexuales. La música funciona como un fondo de esta realidad y la comida que está expuesta en el mostrador detrás del vidrio, es el atrezzo de una película. Porque aquí nadie come, ni nadie baila. Solo se bebe.

Siempre somos los mismos, pidiendo lo mismo. Hablan a los gritos. Se pelean por el fútbol, la política, siguen hablando de la guerra. Los más jóvenes varían su pedido entre quintos y cubatas, los más viejos beben caña tras caña. Salvo el Jordi que solo bebe vino de La Rioja. A veces entra un guiri, perdido, sonriendo, como queriéndose aventurar en un bar típico. No duran más que una cerveza. Suelen dejar el vaso medio vacío, con unas monedas en la barra, propina incluida, y se van.

Hace un rato el Rober ganó en el tragaperras y nos invitó una cerveza a cada uno. Hasta el Jordi bebió cerveza. Fue raro. Todos festejaron. Hasta las dos chicas que están siempre en la puerta entraron a brindar. Yo seguí en mi posición. Es que nunca hablo con nadie. Aunque tampoco nadie me habla mí. El otro día dije dos palabras, después de no se cuanto tiempo. Me salieron con voz ronca y con poca fuerza. Le dije "por favor" a un chaval señalando el mechero. Solo quería prender mi cigarrito. Me contestó en no sé qué idioma. Su amigo señaló el fuego y ahí entendió.
En ningún momento me miraron a la cara. Nadie me mira a la cara. Hasta a mi me cuesta. Pero ese día tuve la necesidad de verme, de ver cómo estaba.
Donde vivo no tengo espejos. Así que entré al lavabo del bar, el olor intenso y penetrante, mezcla de lejía y meo, que sale del váter a esta altura no me afecta. La luz intermitente y la poca vista que me queda, hicieron que me cueste ver mi reflejo a primera vista. Después de unos segundos me vi. Entre manchas de óxido y gotas de agua, en ese cuadrado pequeño de vidrio espejado, estaba yo. No me reconocí, estoy viejo.

A veces pienso que aquella noche morí y mi infierno es haberme quedado acá. Por eso nadie me escucha, ni me habla, ni me mira. Soy un muerto que bebe cerveza, fuma el tabaco más barato y camina entre los vivos.
¿Cuánto tiempo pasó? Tengo la sensación que fue hace poco.  Fue ayer que  vi a mis hijos en el comedor de casa jugando parchís y peleando porque ninguno de los dos quería perder. Guardo los momentos y detalles de esa tarde-noche como un tesoro preciado. Esos recuerdos son lo único lindo que me queda.
Montse tenía un pijama a cuadros verde oscuro y rosa. Llevaba una tirita en su dedo anular derecho, porque se había lastimado la uña en el cole. Y el Joan llevaba la camiseta del Barca. Estaba contento porque nuestro equipo había ganado la tercera recopa de Europa. Fue justo ayer que entré a casa, me saludaron con un abrazo cada uno y querían llevarme con ellos para jugar.

Fue ayer que trabajaba en la editorial. Que tenía mi oficina, con un escritorio, una silla que se regulaba en altura y un marco con la foto de la familia en unas vacaciones en Francia.
Un día el cabrón de Dalmau me dijo:
–Fes passat el límit
Y me dejó en la puta calle.
Creo que me gasté la paga entera de ese mes, bebiendo el mejor whisky que probé en la vida, en un bar de la zona alta.
Después terminé bebiendo el alcohol más barato, viviendo en un piso oscuro de veinte metros cuadrados, que huele a humedad, hachís y curry, en el barrio chino. Ahora le dicen el Raval.
Antes de la humillación que me hizo pasar Dalmau, era gerente de finanzas de la editorial. Llegaba todos los días a horario, perfumado, tenía el pelo corto, prolijo, sin barba. Usaba los mejores trajes que mi mujer me elegía en las rebajas del Corte Inglés.
El día después que vi a mi familia por última vez, llegué borracho al despacho. Y al día siguiente, también. Y todos los días de esa semana, de la otra y de la otra. Por eso me echó Dalmau. No me entendió. No me ayudó.
La última noche que la vi, a ella, a mi mujer, dijo varias veces el mismo insulto. Eran dos palabras me acuerdo. Las gritaba fuerte. Tenía puesto el delantal, porque estaba cocinando pollo con salsa romesco.
–¡¡Fracasado, gilipollas!! –repetía una y otra vez
Cada vez que escucho a alguien decir alguna de esas dos palabras me acuerdo de ella, y de su delantal, que tenía bordado un pato con un gorro de chef.
Nuria no era mala, pero últimamente no me trataba bien. Siempre tenía algo que recriminar, algo para tocarme los cojones. Si llegaba temprano, porque llegaba temprano. Si después del trabajo salía con algún colega, entonces se cabreaba porque llegaba tarde. Si me quedaba en la casa los fines de semana le molestaba mi presencia, se sentía invadida. Pero si armaba algún plan, decía que la apartaba de mi vida. Ya no quería tener sexo. Nada la excitaba. Se quejaba de todo. De las canas que le habían salido, de los calores que la sofocaban, de los niños, de la casa, del perro, de su vida, de mi. Hubiese sido mejor si me pedía el divorcio.
Ese día salí a la misma hora de trabajar, como siempre. Había cogido el metro hasta casa, como siempre. Llegué a las 19:35, como siempre. Ella me vino a recibir, dándome un pequeño, escueto y rutinario beso en la boca y me quitó la chaqueta para guardarla en el armario, como siempre. Y al ver la chaqueta comenzaron los insultos, como nunca.
Me preguntaba entre llanto, gritos y una mirada desquiciada de quién era el pelo largo y rubio que estaba en mi chaqueta.
–¿De quién es? ¿Con quién me engañas? ¿Es alguien del despacho?
Mandó a los niños a su habitación. Aunque ellos escucharon todo. Luego cogió una maleta y puso algunas cosas mías. Había dejado de repetir "Fracasado, gilipollas". Ahora cada gesto lo hacía en silencio. Así que sin palabras, puso la maleta en la puerta. No me dijo ni adiós. Yo quise ir a ver a lo niños. Pero ella me empujó hacia afuera. Me echó.
En la maleta puso un pantalón tejano, una camisa, un jersey y una chaqueta de piel. Lo que llevo puesto hoy, desde hace veintisiete años.
En cambio la chaqueta que me arruinó, que cambió mi vida para siempre se quedó en esa casa, con mis hijos, con mi esposa, con mi vida.

Hoy en el bar, antes de que el Rober ganara en el tragaperras, vi como una mujer acariciaba su cabello, lo peinaba. Me detuve en ese gesto. Contemplé cada detalle. En su mano quedó suelto y atrapado un solo pelo. Entonces agitó los dedos, en el aire, deshaciéndose de él. El pelo, volátil, imprevisible, fue a parar al hombro de un hombre que llevaba una chaqueta de lana. Ojalá ese hombre tenga mejor suerte que yo.

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