miércoles, 30 de diciembre de 2015

Año de fin feliz

Ilustración: Carolina Carballo





















         El mundo occidental no siempre se guió por el calendario que hoy conocemos. En la Grecia antigua nadie hacía promesas del tipo “este año dejo de fumar” al iniciar enero. Supongo que Marco Antonio nunca publicó en facebook “¡Vamos con todo este es mi año!”. Ni en el Egipto de Cleopatra se escuchaba la frase “Nos tenemos que ver antes de que se termine el año” en los primeros días de diciembre. Pero desde que un Papa llamado Gregorio propuso e impuso el calendario Gregoriano, los primeros de enero, son para muchos una línea de salida en una carrera 12k llamada “Año”. 
Para nuestro protagonista, estas consideraciones nunca tuvieron peso. Sin embargo, cuando vivió su año más nefasto, sí llegó a desear, con todas sus fuerzas, alcanzar cuanto antes la llegada y poder terminar la maratón anual.

Eduardo era un tipo tranquilo. Nunca se metía con nadie. Pero sí muchas cosas se metían con él. Ya había pasado mitad de siglo en esta tierra. Estaba casado desde hacía veintitrés años. Tenía tres hijas mujeres. Había deseado muchísimo el varón. Había soñado con hacerlo socio del club de sus amores ni bien naciera e ir a la cancha, hablar de fútbol, de estadísticas deportivas, jugar algún partido juntos. Pero no. No pudo hacerlo. Tuvo que conformarse con llevar a sus hijas a patín, gimnasia artística, tela. Hablar de princesas, cuentos de hadas, pintarse los labios y las uñas de rosa, comprar toallitas femeninas en el super a granel.

El año de Eduardo no había comenzado muy bien. Desde la madrugada del primero de enero, cuando volvía con su familia a su casa, vieron desde la entrada del edificio que no había luz. Respiró hondo y se dispuso a subir los diez pisos que separaban su casa del hall de entrada.
Los días pasaban y la luz no volvía. La ola de calor se adueñó de la ciudad y los termómetros marcaban treinta y seis grados de sensación térmica. Eduardo estuvo sin luz por varias semanas. Su heladera no enfriaba, su ventilador no refrescaba, mientras tanto su mente se hinchaba y calentaba. “Tranquilo, todo se va a solucionar, queda un largo año por delante” se decía a sí mismo.

A principios de Marzo, precisamente el día ocho, llegó con cuatro rosas, para homenajear a las mujeres de su casa. Cuando le entregó la flor a su hija del medio, que estaba por cumplir los dieciséis años, ella le dijo:
–¡Gracias papucho, sos el mejor, vas a ser un gran abuelo! –mientras le daba un beso en la mejilla.
Eduardo se rió. Pero luego se puso serio, no había entendido. El “¡Vas a ser un gran abuelo!” no era una apreciación para dentro de varios años. Era algo que iba a pasar en ocho meses. Su segunda hija estaba embarazada. Eduardo tragó saliva y se dijo a sí mismo: “Tranquilo, todo se va a solucionar, quedan meses por delante”.

Durante el segundo trimestre del año, Eduardo tuvo que respirar hondo varias veces. Se le fundió el motor del coche, así que tuvo que gastar bastante dinero en el arreglo de su vehículo. En una inundación que sufrió su local perdió un lote de diez mil resmas de papel, que había conseguido comprar a buen precio. Pero lo peor fue cuando conoció al futuro padre de su nieto. El chico era fanático de su equipo rival. Llevaba un tatuaje con el escudo del club en el brazo. Y le llevó de regalo al bebé una pequeña camiseta con los colores que más despreciaba Eduardo. Respiro hondo y pensó “Tranquilo, todo se va a solucionar, los buenos meses ya van a llegar”.

Había pasado la mitad del año y en pocos días iniciaba la primavera. Eduardo se sentía más a gusto en la nueva estación, estaba más animado, rejuvenecido, entonces se animó a pensar: “Todo pasa rápido, hay que aprovechar más y quejarse menos”. Duró muy poco el optimismo, cuando fue a saludar a su canario Tito, que estaba con él desde hacía doce años, lo encontró inmóvil y callado. Tito había pasado a mejor vida. Por primera vez en el año Eduardo lloró y entonces empezó a agrietarse esa convicción que lo sostuvo firme hasta ese momento, su pensamiento cambió: “Tranquilo, queda poco para terminar este año”.

El último tramo del calendario, fueron días para olvidar, estuvo plagado de malas noticias. Le chocaron el coche en el estacionamiento del shopping. Tuvo que viajar un mes en colectivo a su trabajo. Durante ese mes hubo diez paros de transporte. Entonces optó por usar la bicicleta. La bici se la robaron a los cinco días de empezar a usarla. Intentó salir con tiempo de su casa e ir caminando. Por ir caminando tropezó en la calle, donde estaban haciendo un arreglo y habían dejado un gran hueco sin señalar, Eduardo sufrió un esguince. Por el esguince fue a la guardia del hospital y estuvo esperando cuatro horas para ser atendido. Le pusieron un yeso por un mes. Durante el mes del yeso, la ciudad sufrió la ola de calor más grande de los últimos cincuenta años. Encerrado en su casa. Antes de navidad. Se sentó en el sofá con la pierna apoyada en un banquito y una cerveza medio fría en su mano y el ventilador apuntando hacia él. Quiso mirar sólo y tranquilo el último partido del año que definía si su equipo mantenía la categoría de primera A o descendía a la B. Eduardo pensó “Tranquilo, ya pasaron bastantes cosas este año, no puede ser tan malo, vamos a ganar y a salvarnos”. Su equipo perdió 5 a 0.

Ya casi rendido, en el final del recorrido, la última semana de diciembre le sacaron el yeso. Eduardo había perdido varios kilos y las ganas de ver al padre de su nieto, vecinos y amigos que lo harían blanco de todas las cargadas futbolísticas habidas y por haber. Quedaban dos días para terminar su trágico año. Decidió alquilar un barril con veinte litros de cerveza, para la cena del 31 de diciembre, en casa de su hermana, con toda su familia. Quería sacarse la mufa del año bebiendo una buena cerveza con los suyos.

Entonces llegó el ansiado y último día del año. A unos metros, a unas horas estaba el final. La mujer de Eduardo, estaba alterada preparando el matambre relleno, el salpicón de ave y la ensalada de fruta.
–Eduardo podes hacer algo. Guardá por favor en la bolsa las botellas de ananá fizz que puse en el freezer.
–¡Mamaaaaaa! ¿Dónde está la planchita? –Preguntó la menor de las hijas.
–¡Ay no se nena! Buscala vos que estoy cortando el matambre. Ya me la veo a tu hermana Eduardo, criticando y diciendo que el matambre me salió seco. Todos los años lo mismo.
-¡No me compraron los pañales que les pedí!- Dijo la hija del medio mientras le daba la teta al bebé que no paraba de llorar.
–No sé, tu padre se encargaba de eso ¿Los compraste Eduardo?
Las voces femeninas, se superponían y giraban alrededor de Eduardo sin tiempo a que el contestara, y si contestaba igual sabía que no lo iban a escuchar. Entonces, Eduardo se repitió una vez más a sí mismo “Tranquilo, ya es 31”.

Aunque el plan era salir temprano, entre qué ropa me pongo, planchame esta falda, me tengo que secar el pelo, maquillarme, agarrar el matambre, salieron sin tiempo. La casa de Eduardo y la de su hermana, estaba a una distancia de cuarenta minutos en coche. Pero ese día el viaje terminó siendo de tres horas y media. En el camino se pinchó una rueda del automóvil. Eduardo no tenía la rueda de auxilio. Tuvo que llamar a la grúa y al ser una fecha tan complicada, se demoró en venir.
Llegaron pasadas las diez de la noche a casa de su hermana. Todos los estaban esperando. También es verdad que esperaban la chopera que Eduardo había dicho que llevaría. La mesa ya estaba preparada. Como no entraban todos en la tradicional mesa que estaba en el living, habían agregado dos caballetes y utilizado una puerta a modo de tabla para prolongar el espacio del banquete. Hacía calor, los ventiladores estaban encendidos al máximo. Los manteles con motivos navideños, eran opacados con las fuentes llenas de vitel toné, ensalada rusa, que había hecho la hermana de Eduardo y sumaron el salpicón de ave y el matambre que había hecho su mujer. En el patio el dueño de casa, daba vueltas las achuras, acomodaba el fuego y les contaba a todos sobre el chimichurri especial que había hecho.
En la mesada de la cocina, en un frágil equilibrio y desafiando la gravedad, había una especie de torre de jenga, formada por varios pan dulces. A los pies de esa escultura espontánea, descansaban los turrones y confites, listos para ocupar la mesa, antes del brindis.

Aunque faltaban horas para las doce, ya se escuchaba, desde temprano, el ruido de los petardos. Cada tanto el cielo se iluminaba con los fuegos artificiales que tiraban los vecinos y algunos globos de papel con fuego se elevaban hacia la luna.
Eduardo se fue al patio con su cuñado y sobrinos a instalar la chopera. No era difícil armarla, pero requería de cierta paciencia. La colocaron en una mesa especial. Como notaron que el aparato estaba goteando pusieron algo para atrapar la bebida y que no se manchara el piso. Uno de los sobrinos de Eduardo tomó el tacho en donde bebía agua el perro y lo colocó debajo de la pérdida.
No pudieron gozar de la refrescante bebida, porque las mujeres llamaron a todos a la mesa para empezar a comer de una vez por todas.
La más pequeña de la familia pidió un aplauso para los que habían hecho la comida. Una cuñada quiso decir unas palabras y pidió un brindis por el año que se iba y la abuela se quedó dormida, después de darle el primer bocado al vitel toné.

El reloj marcaba las 23:50. Las mujeres levantaron la mesa, quitando la comida salada e instalando encima las cosas dulces y las bebidas espumantes para el brindis.
Los hombres salieron a fumar al patio y retomaron su trabajo junto a la chopera. El cuñado de Eduardo notó que el tacho que habían colocado debajo del aparato estaba vacío, pero la gotera aún existían. Entonces vieron al perro de la familia, que caminaba algo mareado. “¡Pusimos en pedo al Chipi!” exclamó uno de los sobrinos. Todos rieron mientras el perro se resbalaba en el patio.
Quedaban cinco minutos para las doce. Las mujeres gritaban desde adentro. “Apurate papá que la tele dice que faltan cuatro minutos.”
Eduardo estaba agotado, había llegado lesionado, enojado, sin aliento, sin ánimo, con menos dinero, y su equipo en la B. Pensaba: “Tranquilo, ya se termina. Año nuevo, vida nueva. En unos minutos borrón y cuenta nueva.”
Entonces puso su chop delante de la canilla que iba a darle su esperada bebida. Y gritó al aire con todas sus fuerzas:
–¡Chau año de mierrrrrrda! ¡Ya no me podés joder más! –presionando la perilla del barril.
De fondo se escuchaba el conteo del presentador de la tele al unísono con las voces femeninas que estaban dentro
–Tres, dos, uno… 
– ¡¡¡Buuuuuuuum!!!
La chopera explotó y la cerveza empezó a volar por el aire, como si fuese una fuente de aguas danzantes. Los veinte litros de bebida quedaron esparcidos por el techo, paredes, piso, pelo, cuerpo y ropa de Eduardo. El barril que no soportó la presión por el fallo en la serpentina de enfriado, explotó y se desparramó en trozos metálicos que sonaron al caer al otro lado de la medianera. A su vez los petardos y fuegos artificiales eran cada vez más intensos. La sirena de los bomberos sonaba sin cesar. Y César el vecino del al lado, pegó un tiro al aire, con su calibre 22, para recibir el nuevo año.
Los sobrinos, cuñados, se reían sin entender qué había pasado. Eduardo inmóvil, con su vaso en la mano, que apenas había atrapado algo de cerveza, no reaccionaba. Primero se le dibujó una mueca en la cara. Se rió suave, al principio, y luego más y más fuerte. Hasta que paró y les dijo a todos: “Tranquilos que esto recién empieza ¡Feliz año nuevo!”.

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