Era lunes o jueves, se me mezclan los días. Volvía de hacer una clase de gimnasia, después de varios años, había retomado la actividad física. Estaba cerca del baño, me iba a dar una ducha reparadora, cuando me resbalé y caí de espalda al suelo. Entonces todo cambió, todo se dio vuelta para mí… Las orejas pasaron a estar en los pies y los dedos en la cabeza. Empecé a escuchar las gotas de agua que caían en la bañera, los muebles que corría mi vecina, el compás de las agujas del reloj que marcaban los segundos. Eran los mismos sonidos de siempre, pero ahora los escuchaba desde el otro extremo de mi cuerpo y el frío no subía desde abajo, sino que iniciaba en la parte alta de mi templo.
Las piernas ocuparon el lugar de los brazos y los brazos el de las piernas. El ombligo cambió su lugar con la boca. Ya no hablaba desde lo alto y con prepotencia, ahora lo hacía desde el medio y con más mesura. Los dedos de los pies eran acariciados por el aire que corría por mi cabeza, se movían más rápido, se divertían. Por primera vez se relajaban, ya no tenían tanta responsabilidad, porque no se apoyaba en ellos todo el peso de mi vida. Lo mismo que las piernas, estaban en una posición con más flexibilidad y mejor ubicación. Las rodillas eran codos, los muslos eran bíceps y los tobillos unas muñequitas.
Como pude me levanté, haciéndole frente, o mejor dicho, haciéndole planta, porque ahora estaba ahí la planta del pie; me levanté para continuar con mis días, con mi vida.
Ahora que pienso, cuando me fui a inscribir al gimnasio, había un cartel grande, con el nombre del lugar y su slogan, me resultó gracioso y me reí sutilmente. Nunca pensé que podía ser real, decía: “El deporte cambia tu vida”. Y la verdad que sí, tenía toda la razón.
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